domingo, 29 de noviembre de 2009

DESAGRAVIO A LAS TELEFONISTAS

En aquel tiempo yo tenía 18 años y trabajaba en la Central Telefónica de Palencia. Leí este texto en el periódico y me identifiqué con el, era exactamente lo que hacíamos mis compañeras y yo (todas con el babi azul). Hoy con Internet, se me vino a la memoría y busqué (pues el titulo no se me había olvidado). Mí sorpresa es que lo encontré, y lo he copiado.

DESAGRAVIO A LAS TELEFONISTAS


Todos nos enfadamos alguna vez con las telefonistas. La relación educada y galante: hombre mujer: más la relación social y laboral, hoy tan amonestadas por Papas y Sindicatos, se diría que desaparecen lastimosamente, por el solo hecho de desaparecer la visión física. Jamás a la estanquera que nos vende el tabaco; a la camarera que nos trae un helado, nos atreveríamos a decirles las cosas que a menudo le decimos a las operadoras de teléfonos. Somos, para humillación nuestra, tan esclavos de los sentidos que no existe ni cortesía ni justicia para un destinatario invisible. Nos exculpa algo el ver que entre ellas mismas, las operadoras, ocurre lo propio. Muchas veces en los varios incidentes de nuestra pleiteada comunicación, se oye la tramitación interna y domestica entre las operadoras: “Tú, ¿Quién eres? “Madrid” “No, soy Sevilla”. “Tú, ¿Eres Málaga?” Y surge embravecido todo el regionalismo español como en los días de la Independencia o del campeonato de Liga. Málaga, Sevilla, Madrid, se insultan entre sí tanto o más que el abonado a los tres; y con unos apelativos recientes: “monina”, “guapita”, “encanto”, que hacen doblemente agresivos, por contraste; las subsiguientes iracundias.

Por eso comprendo que estuvo ladino y maquiavélico el director de la central de mi pueblo, cuando, tras mi reclamación en una de esas ocasiones en que el cero nueve se convierte en San Juan Bautista –“voz clamante en el desierto”--, me propuso simplemente: “Venga usted a visitarnos”. Sabía el director lo que hacía. Entre hombres el anuncio “nos veremos las caras” suele ser la citación para una riña. Pero “verte las caras” con las telefonistas, podría ser el principio de la reconciliación.

Fui efectivamente a visitar el centro. Yo no había visitado ninguna central automática. Había visto apenas alguna de esas centrales prehistóricas de pueblo donde un señorita solitaria pincha clavijas. Una Central automática es una obra maestra del silencio y la suavidad. Desde luego parece imposible que funcione; pero que funcione sin ruido es ya el colmo del milagro. Conmueve que en aquel mundo de ejes, cables fusores, el teléfono de cada uno tiene su partecita íntima y especialmente dedicada. Nada más humano y confidencial que esas cajas donde se producen las conexiones. Nada más parecido a una caja de almejas o boquerones, cuando. Viendo sus mínimos latidos, se dice: “Todavía están vivos.” Las piececitas se mueven con mimo y caricia; casi con sensualidad. Hasta nuestras cuentas las llevan unas maquinas automáticas sumando y multiplicando nuestros débitos. Todo está vigilado por unos detectores que tocaran un timbre y encenderán una luz en cuanto nos vayan a sumar unos céntimos de más; esa luz que no se enciende en el mercado, ni en la lechería, ni en la agencia ejecutiva, ni en el cirujano, ni en tantas cuentas impunes que se cuentan sin contador, y se totalizan sin luz ni timbre de alarma.

Luego me enseñaron la sala de operaciones. Después de ver la maravilla automática, uno e enternece ante aquellas señoritas vestidas de azul que suplen, con manos y oídos, la insonora suavidad de la máquina. Le entra a uno una oleada de contrición al ver a las destinatarias de nuestros malhumores. ¿Dónde hay allí sitio ni tiempo para la imaginada taza de café o la novela o el chisme con la vecina o el chicoleo con el abonado? Entro de puntillas y no vi más que espaldas azules curvadas sobre unos diálogos tan automáticos como los instrumentos. Ofrecían geografía: “¿Qué ciudad desea?” Suplicaban amnistías y condonaciones de pena: “No reclame antes de una hora.” El técnico me explicaba un error mecánico que es causa, sin culpa de ellas, de muchas iras nuestras. Nuestra llamada enciende una lucecita. A los diez segundos—plazo optimista calculado para la demora en atendernos—la lucecita se pone a parpadear expresivamente. Pero ya este parpadeo se prolonga indiferenciado para el que lleva cinco minutos llamando igual que para el que lleva diez o doce. No existe la gradación plástica que debieran ser las bombillitas coloreadas que revelaron al que ya está negro o al que está al rojo vivo. La operadora no puede distinguir, entre las lucecitas temblorosas, el que está simplemente impaciente del que está apocalíptico; y no puede prever en que conexión le espera el simple disgusto o en cual la apelación a su familia, o incluso el peor vocabulario cervantino. Los nervios deben de romperse viéndose circundadas de esta serie de lucecitas amenazantes de las que no se puede adivinar cual está en periodo de saturación. Se comprende que el reglamento disponga, en cada guardia, media hora de “relax “que se cumple en un precioso bar estratégicamente pintado de colores suaves. Aunque apostillaba la “vigilanta”; “Pero no nos dan tila, si no café.”

Y allá vuelven tonificadas con la cafeína a la pelea con la injusticia lejana. Porque todo se reduce a la invisibilidad. La vida moderna está llena de esperas y demoras. Pero casi todos están equilibrados por su plástica y visible explicación. Las colas de los autobuses en las horas punta son dramáticas; pero su dramatismo está a la vista. Se “ve” físicamente la longitud de la cola; se cuentan nuestros competidores y se calcula nuestro tiempo. Pero “la cola” de las lucecitas que se angustia ante esa especie de trolebús humano que es la señorita del babi azul, es una escena invisible. De ahí viene la incomprensión y hasta la calumnia. Ya podemos suponer villanamente que está diciéndole a la vecina: “¿Sales hoy con Pepe?”, la que le está diciendo al cliente: “Madrid tiene media hora.” Para bien de nuestras almas y de la práctica de la caridad, convendría que las salas de operarias se podrían televisar. Que las conexiones se pudieran hacer como los concursos publicitarios “cara al público”. Veríamos gestos, afanes, martirios, que acabarían por inspirarnos diálogos telefónicos mucho más líricos: “Señorita… si buenamente puede ser, póngame con Cuenca; cuando no tenga cosa mejor que hacer. “No se preocupe.”

Ya lo dije: “verse las caras” es la amenaza de las riñas. En la Central Telefónica es todo lo contrario. Yo les he visto las caras a las operadoras y he tenido que presentarles todas mis excusas.

José María PEMAN de la Real Academia Española.

Sevilla, 9 de Mayo de 1964.

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